Cultura y Estado.

El regidor de cultura de Cort, Toni Noguera, ha anunciado a sus colegas la intención de duplicar el gasto en cultura a raíz de la crisis ya harto prolongada que nos deja la primera pandemia del siglo XXI.

Apela el señor Noguera a la compensación por el daño recibido de esta crisis, y debe creer que duplicar fondos en cultura supone duplicar los recursos y, por tanto, las facilidades, pero nada más lejos de la realidad.

A la cultura, en ocasiones, se le entiende como una externalidad positiva sobre la educación; se retroalimentan y crecen de la mano y nuestro instinto, a veces demasiado básico, nos hace pensar que alimentar su figura hará mejorar la educación per se, aunque no se aplique un criterio realista que compre la subjetividad del arte, que valore su diversidad.

El resultado final, paradójicamente, es el contrario; las subvenciones generan incentivos perversos, pues suelen afectar negativamente a la calidad de contenido (Frey, 2002), además de adormecer al artista y retraer el progreso cultural en sí. En la mayoría de casos, el artista suele acabar convirtiéndose en palmero del gobierno de turno a raíz de la dependencia que surge de este sistema. Un ejemplo actual es el cine español, el cual se ha convertido, de la mano del cuarto poder, en un lobby “progresista” más bien falto de crítica, con pocas ganas de cambiar el mundo, y poco preocupado por generar beneficios; actitud reflejada en la calidad de contenido que sufrimos actualmente en España (véase como antítesis el ejemplo de David Sousa).

Se suele apoyar uno en el contrapeso que suponen susodichas ayudas, pues sin ellas, directamente desaparecería gran parte del peso cultural, pero es una afirmación falaz, pues hay literatura empírica de sobra al respecto: Según Dokko (2009) las ayudas públicas desplazan las de carácter privado hasta un 80%, por lo que en un escenario liberalizado la cultura no solo sobreviviría, sino que sería de calidad óptima, ya que consigue financiarse bajo naturaleza voluntaria a la vez que elimina los incentivos perversos de los que hablo anteriormente. Para más inri, este tipo de subvenciones ni siquiera cumplen su función más básica, que es la de redistribuir de arriba a abajo, pues son las clases estamentales altas las que más cultura consumen de media, por lo que, básicamente, se está sustrayendo dinero al humilde para dárselo en forma de ayudas, descuentos, etc. a menos humildes.

Realmente lo que buscan este tipo de “artistas” no es fomentar cultura (la suya, en todo caso), sino apoyarse en los demás de forma coactiva y así no soportar en solitario los costes del medio de comunicación/producción ¿Te has preguntado alguna vez cuántas películas has pagado pero no has visto?

La opinión del autor es que el verdadero objetivo de este aumento de gasto nace de la necesidad de seguir reforzándose en los diferentes colectivos clientelares que, con la excusa de formar parte de la sociedad civil, se impregnan en la opinión pública y tergiversan, distorsionan la realidad de todos en favor de unos pocos; ¡y en el contexto actual es más necesario que nunca para su supervivencia! Necesitan de infiltrados, sea cual sea su colectivo de origen, que humanicen sus intenciones, sus medidas, siempre en nombre de los que menos tienen. Y así nos seducen, nos vuelven mansos ante posibles levantadas de cabeza. Por otra parte cabe mencionar a los vividores sociales, las cargas públicas encargadas de hacer sempiterna esta lucha. En nombre de la justicia social tenemos a grandes guerreros como Catalina Solivellas Rotger que, en el ejercicio de sus obligaciones, tales como promover la cultura balear (no cualquiera, claro, sino la que a su merced se postre) se lleva del erario público la friolera de 4.700 euros mensuales. ¡Por promover la cultura cómo y dónde ella precise! ¡Pero si ya hemos demostrado que no es necesario de lo público para que la cultura se exprese! Ya para rematar, le hago saber que Baleares está, según los últimos datos públicos, sistemáticamente por encima de la media en cuanto a fracaso escolar se refiere, además de contar con pobres rendimientos académicos en pruebas tales como las Cangur (Ministerio educación, informe PISA)

¡Miradlo! ¡Observad al hombre de paja, penumbroso y gris, bailando al son del espectro político! Y yo me pregunto, ¿era esto la solidaridad? ¿No sería, quizá, moralmente más justo dejar que cada individuo desarrolle sus inquietudes artísticas en un marco libre de incentivos contaminados? ¿Es la cultura hoy en día una expresión de rebeldía, de ansias de libertad? ¿O más bien se ha convertido en un puente de apoyo propagandístico, bien diseñado, en favor del sistema actual? Para responder a estas cuestiones es necesario bajar al barro, abrir perspectivas, ser cauto y, sobre todo, estar dispuesto a ensuciarse, porque la verdad es muchas veces fina e indivisible pero, rozando el final, siempre sale a flote.

No luchamos (solo) contra la mentira, sino contra la perpetuidad de ésta, pero no estamos listos, no si nos basamos en los resultados electorales pasados y, muy a mi pesar, futuros. Es el individuo el que tiene que exigir a su voluntad respeto por uno mismo, debe enfundarse de todo el valor que merece aceptar la verdad en favor de la libertad.

Así pues, ¿es realmente útil y necesario el fomento de (su) cultura en cuanto a mejorías en la educación se refiere? El autor concluye y entiende a la cultura pública como un lobby más que ejerce de caballo de Troya del gasto infundado y redirigido a imperdonables redes clientelares que, hace ya mucho, se impregnaron en el sistema como un virus parásito del que tanto cuesta desprenderse y que provoca desesperanza en los corazones liberales. No culpo al que se abruma ante semejante monstruo, ambiguo y tedioso, pero invito al lector a luchar, a luchar correosamente y a perderse en el pegajoso laberinto que es la lucha por la libertad, por lo que a uno le pertenece.